Cultura

Crónicas marplatenses: Intimidad

Un retrato de un día de playa, desde una mirada que se detiene en todo lo que sucede sobre el mar y la arena para revelar los modos en que lo público expone lo privado.

Por Ana Luz Arrieta

La malla que aprieta y la señora mueve sus dedos como si el cuerpo fuera un instrumento, toca acá y allá, intentando descansar del elástico. A un bebé le cambian el pañal mientras su padre lo sostiene, la madre con muecas y movimientos de cabeza intenta que no llore. Suena el silbato del guardavida, más seguido de lo que quisieran porque además de hacerlo sonar se tienen que bajar de la garita para recordar que la bandera roja indica el límite, hasta dónde pueden nadar. Un perro corre y salta las olas en busca de la pelota que le tira su dueño. La marea hoy está baja. Un adolescente pasa con un detector de metales, responde negando con la cabeza ante la pregunta de otro sobre si encontró algo. Es viernes y hace 28 grados.

Hay una madre con sus dos hijos. Ella luce anteojos negros, pelo con rulos y camina con la arena metiéndose entre sus crocs y cada pisada es con fuerza como si quisiera que la arena no la toque, así que el próximo adelanto de pie pisa como si debajo hubiera cemento o como si necesitara remarcar esa pisada, y mientras su boca cerrada, la cabeza gacha, una mano sostiene la sombrilla y en otra el puño está cerrado. El hijo varón también camina en silencio, con la almohada pegada en la cara, el pelo amotinado, mira hacia abajo. La hija es la única que mira hacia al frente, al costado, mueve su pelo con las manos, hace muecas con la boca, y revolea los ojos. Mientras la madre desenvuelve la sombrilla, el suspiro de la hija da inicio:

—No seas cínica, te pedí un horario.

—Y lo cumplí, mamá.

—¡Te cambiaste tres veces!

—Una sola vez la remera.

—Hoy es el día que más me hiciste renegar.

—Y qué querés, ¿que te aplauda?

—No seas cínica, te dije.

Los vendedores transpiran y gritan. Sus voces se respetan, mientras uno grita, el otro calla. Después a la inversa: hay agua mineral, hay coca, sprite, bebida fría, coca, coca.

Hay una pareja. No superan los 30 años. Son las tres de la tarde y cada uno carga en sus brazos una bebé, son mellizas. No tienen sombrilla aunque cada integrante lleva puesto pilusos. Ella despliega una manta por la arena, y se sientan los cuatro. En un momento, él se levanta y se retira. Después de un rato, regresa a sentarse en la manta, cargando en las manos un litro de leche. Ella comienza a mover las manos, parecen señal de queja, él toma una llave y vuelve a caminar bajo el sol otros pasos. La madre hace movimientos de manos a las bebés. Al regresar otra vez, él no carga ya un litro de leche sino la lata de Nutrilon. La mujer ya no le mira a los ojos, solo toma la lata y comienza a preparar las mamaderas. Él se retira por tercera vez, pero en dirección al mar.

Ya son las seis de la tarde. El viento sur obliga a cada familia a arrimarse un poco más entre sí.

Hay una abuela. Mira hacia sus costados, el sol no le llega en la reposera donde está sentada, así que con bastante esfuerzo, se levanta y la arrastra hacia donde el acantilado no le tape el sol. Llega su marido y le coloca la campera. Ambos quedan mirando en dirección al mar, hacia la derecha y a la izquierda, buscan, los movimientos no cesan. Un rato después, dejan la mirada fija en su hija que aparece con el nieto, mojados, y la abuela le dice:

—¿Podemos volver?

— Pero mamá, Agustín no se secó y es temprano.

Se corren unos centímetros y las voces de ellas son lejanas. Mientras la hija mueve sus manos, hace gestos negando con la cabeza, la abuela parece que solo escucha. Tiene sus manos en la cadera, imagen de resignada. Alrededor, el abuelo junta las reposeras y el nieto lo ayuda, ambos hacen silencio.

Viernes, 23 de febrero, Mar del Plata, provincia de Buenos Aires. Lo público expone lo privado y la playa es una gran fiesta de exposiciones.

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